15.7.11

Navegando en canoa por el Río Congo.

Antes había hipopótamos cuyos excrementos atraían a los peces, y éstos a los pelícanos, y el río era una fiesta de la naturaleza. Hoy no queda nada, porque el hombre ha exterminado a los animales, aunque se encuentran todavía bastantes cocodrilos. Antiguamente, los mayores de las aldeas prohibían a los aldeanos pescar en determinadas épocas del año, a riesgo de ser devorados por las sirenas. La gente creía la leyenda, y así se respetaba el ciclo reproductivo de los peces. Hoy pocos escuchan las historias tradicionales, con un desastroso resultado ecológico. Además, el control es nulo por parte de las autoridades, se utilizan redes inadecuadas, y comienza a ser habitual echar veneno para matar a los peces, y de paso, al resto de los seres vivos. Las aguas, por eso, están tan contaminadas. Cuando viajo por el río, siempre en canoa, me doy cuenta de que lo normal es que la gente muera ahogada. Hay barcazas con cientos de personas dentro apelotonadas. Las decenas de barquitas o canoas que me encuentro a mi paso no tienen remos, y se mueven al son del viento -que siempre es de norte a sur- o de la corriente. Se ven también bidones enormes de aceite flotando atados entre sí, lo mismo con troncos de madera, con gente viviendo encima. De esa forma pueden navegar durante meses, desde Mbandaka hasta Kinshasa, donde venderán la mercancía, si es que el río no se los ha tragado antes. Hay decenas de muertos anónimos. Sólo navegando por aquí se puede entender la magnitud del drama. Sin embargo, para mí, no hay nada más apasionante que surcar estas aguas. El paisaje va cambiando lentamente, casi montañoso al principio, monótono después y, pasados un par de días, impresionante con la inmensa selva ecuatorial abrazando al río, como si quisiera protegerlo. Las dimensiones son tan enormes, que se forman islas en el interior, en otras ocasiones, no se ve la otra orilla, y te sientes pequeño a merced de la corriente, sabes que ahí estás tú sólo, y que sólo Dios te puede ayudar en caso de necesidad. Pero, lo curioso, es que casi siempre Dios aparece, ya sea en forma de pescador que te ayuda a desterrar con un palo las hierbas que se han enrollado en el motor de la canoa, en forma de pequeña piragua que te remolca en caso de quedarte sin gasolina, o en forma de vendedores ambulantes de pescado que te dan de comer.

8.7.11

En la residencia del embajador de Estados Unidos, en Congo.




En la recepción ofrecida por el aniversario de la Independencia del país. En la foto, con el Embajador de Estados Unidos, James Entwist, y el responsable comercial de ese país en el Congo. La velada fue preciosa, y nos permitió conocer a grandes figuras del mundo de la política, la economía, la cultura y la religión.

7.7.11

Por primera vez en la historia, San Fermín en Congo.


La fiesta, que se ha celebrado en mi casa, ha reunido por primera vez en la historia a los navarros residentes en Kinshasa. Entre los presentes, el embajador de España en RD Congo, Félix Costales, (a mi lado, con americana), el neuropediatra Juan Narbona, las misioneras Charo -directora del hospital Lisungi- y Camino -que cumple 50 años en el Congo-, los misioneros Oscar y Eneko, el traumatólog Juanjo Echarri, el cooperante de ONAY, Pablo Martínez, el jefe de la cooperación de España en Congo, Juan Peña... Todos los productos recién traídos de Navarra exclusivamente para el evento (gracias mamá por enviarlos!!!!!). La comida, que se ha prolongado durante cinco horas, ha estado muy animada. Se han bailado y cantado jotas y canciones populares. En el Congo, donde la danza y la música es habitual en todos los sucesos de la vida, los africanos se han unido a nosotros y han apreciado el gran valor del folclore navarro.

3.7.11

La boda del año: la de mi cocinero papá Emmanuel.


Aquí en Congo la boda del año no fue la del príncipe de Mónaco, sino la de mi cocinero papá Emmanuel que, después de años ahorrando para poder celebrar el enlace, por fin dijo “oui” a la madre de sus siete hijos. A pesar de su inmensa calidad humana y profesional, papa Emmanuel no se casó en un palacio, sino en la iglesia de San Kizito, situada en Kinkagwa, uno de los barrios más humildes de Kinshasa, con el 90% de la población en paro; un lugar muy peligroso, porque es el cobijo de las bandas armadas que últimamente atemorizan a la población. Además, las epidemias de polio y cólera que estamos sufriendo en Kinshasa se han cebado especialmente en este barrio, con más de diez muertos esta semana. La ceremonia empezó con hora y media de retraso porque no había luz, y hubo que ir a buscar un generador que encendió algunas bombillas. Las fotos salen borrosas por la falta de luz, y por el polvo acumulado de la estación seca que flotaba en el ambiente. La ceremonia, que se celebró por el rito zaireño, duró tres horas, que se pasaron enseguida, aunque al final todos los niños acabaron durmiendo como angelitos negros. La novia, ya que se casaba, aprovechó también para bautizarse, tomar la primera comunión y la confirmación. Una gran fiesta que terminó en una sala de bodas, muy elegante, aunque un español lo definiría como un chiringuito de mesas de plástico, con dos bafles que atronaban música congoleña. El menú consistió en un buffet en el que se podían degustar brochetas de pollo, pescado salado y mandioca, con cerveza Primus y coca-cola, y corrió a cargo de las mujeres del barrio que lo trajeron en tres tapers gigantes. En resumen: una boda sencilla, pero que se me antojó muy grande, por la ternura y el amor que papá Emmanuel profesó a su ya mujer, y por el calor humano de los africanos que, con su alegría, sus bailes y su bondad, hicieron que la boda de su Serena Majestad don Alberto de Mónaco y la Princesa Charlene me pareciera –como diría Jesulín- un cutrerío total.

1.7.11

Bajo el sol abrasador, visitando a los picapedreros del Congo.

Hace un mes que comenzó la estación seca. Atrás quedaron las furibundas tormentas que han azotado Kinshasa durante meses. Consecuencia: las aguas del río Congo han bajado espectacularmente dejando a la vista un fantástico paisaje de enormes piedras negras, reveladoras de un pasado volcánico. Aquí, en la confluencia entre Kisnshasa y Brazzaville, el río se estrecha y cobra tanta fuerza, que deja de ser navegable. Esto es lo que se encontró el explorador Henry Morton Stanley, que tuvo que plegar su canoa -la Lady Alice- y continuar a pie hasta la desembocadura. Aprovechando la bajada de las aguas, decenas de personas acuden a este lugar, a las afueras de Kinshasa, para picar piedra. Lo hacen manualmente, trabajando de sol a sol, con martillos como estos que pesan unos 10 kilos. Los picapedreros convierten la piedra en guijarros que venden, al final de la jornada, como material de construcción. Pueden llegar a ganar unos tres dólares -o sea, un euro y medio aproximadamente- cada día.